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Di no a la constitución antieuropea,   totalitaria y tiránica

Las culturas europeas ante la crisis de la posmodernidad

por Milagrosa Romero Samper.

El objeto de esta exposición es analizar o repasar (de forma a veces aleatoria) los principales problemas y tendencias que presenta la cultura europea (y, en general, occidental) en la actualidad, así como apuntar posibles respuestas a una crisis ya evidente desde el llamado "posmodernismo", pero que asume características de urgencia desde el 11-S y el 11-M. La perspectiva adoptada en estas líneas será por tanto más de presente y de futuro que "histórica".

A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ay de aquel que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete

1.- ¿Cuál puede ser el papel de la cultura en el mundo actual?

En el esquema tripartito de la sociedad que comparten diferentes culturas y civilizaciones, existen tres funciones especializadas, que dan lugar a otras tantas categorías sociales. En el Occidente cristiano medieval y a lo largo de todo el Antiguo Régimen, la defensa del organismo social frente a las agresiones exteriores depende de los bellatores o nobleza guerrera; la salvación espiritual, de los oratores o eclesiásticos, y la supervivencia material, de los laboratores. Si la primera función, en la actualidad, comprende las tareas de defensa, orden público y justicia, la última puede ser identificada fácilmente con la función económica, que es la que parece ocupar los primeros puestos no sólo en los programas políticos, sino en el sistema de valores de la sociedad actual. Parece, porque la aparición del terrorismo global está cambiando la “agenda” de los países occidentales.

En esta situación, ¿qué papel corresponde a la cultura? Me atrevo a decir que los hombres de cultura comparten con los hombres de fe la tarea de conservar los valores espirituales de la sociedad. La cultura estaría hoy en día comprendida en esta categoría. En efecto, los hombres de cultura desempeñan, como los religiosos, una función intangible, espiritual, y proporcionan y recuerdan a la sociedad el sistema de valores sobre el que ésta se sustenta.

Si en la crisis actual corresponde a los hombres de fe dar una respuesta metafísica al problema del mal, a los hombres de cultura les toca luchar contra esa tendencia entrópica al caos y a la irracionalidad que es el mal. Hay que vertebrar esa realidad informe con la verdad, buscándola y difundiéndola, y usando el análisis y el espíritu crítico en ese proceso. En otras palabras, el hombre de cultura, el intelectual, no sólo debe hacer que la gente sepa, sino que piense y reaccione críticamente. Frente a la fácil tentación de buscar un “motivo” al sinsentido, justificando el mal y dejándose arrastrar por su hechizo, hay que hacer un esfuerzo por conocer la realidad en toda su complejidad: sólo conociendo su punto débil será posible derrotar al monstruo. La cultura, como siempre, debe además dar forma a creaciones del espíritu que superen y ayuden a combatir ese mal, demostrando que el ser humano es "portador de valores eternos". Ni que decir tiene que esta misión de la cultura requiere unos profundos fundamentos espirituales o, si se quiere, religiosos.

Tras unos años en que el intelectual revoloteaba alegremente por los paraísos posmodernos del relativismo y la indiferencia moral, parece que el imperativo ético vuelve a sentirse con fuerza. ¿Cómo explicar si no el cambio de tendencia de filósofos otrora posmodernos, como Derrida, que ahora propugnan la necesidad de dar una respuesta filosófica al mal? Pero esas necesidad no es perceptible tan sólo en las altas esferas de la cultura: la experiencia de los atentados del mes de marzo en Madrid suscitó entre los alumnos universitarios una demanda de “respuestas” que dieran sentido al sinsentido, que permitieran, frente a la sensación de impotencia producida por la brutalidad de los hechos, adoptar una actitud positiva de lucha contra ese mal.

2.- Qué entendemos por culturas europeas

A las "cinco culturas" definidas por el profesor D. Luis Suárez Fernández como fundamento de la identidad europea, considero necesario añadir las de la Europa oriental y eslava. En un momento en que la ampliación de la Unión Europea propicia la ocasión de reconstruir o, más bien, construir sobre nuevas bases lo que en siglos pasados se percibía desde fuera y desde dentro como la ”Cristiandad”, parece llegada la hora de superar los planteamientos meramente económicos. Desde la desaparición de los antiguos imperios, nunca se habían vuelto a percibir los valores culturales como base del entendimiento político.

En una reciente película, tan hermosa como desconocida, el nostálgico visitante cosmopolita del pasado se despide del siglo XX ruso con las palabras “adiós, Europa”. Prefiere permanecer inmerso en el delicioso siglo de oro, “antes de la revolución”, bailando con la mujer del poeta Pushkin. ¿Cómo olvidar, en efecto, la herencia cultural de los países que tuvieron la desgracia de caer al otro lado del “telón de acero”? En este sentido, la integración debe servir para terminar con el desconocimiento de su patrimonio cultural, que forma parte de la cultura europea a todos los efectos. Desde 1989, pero sobre todo desde mediados de los noventa, se están realizando esfuerzos concretos para recuperar la historia de ciudades como Breslau o Görlitz, en el confín germano polaco. Ambas sufrieron en 1945 las consecuencias de los llamados “intercambios”, en realidad desplazamientos obligatorios de población, que afectaron después de la guerra a unos diez millones de personas. Como consecuencia de ello, se produjo también una reinterpretación de la historia. Si el Tercer Reich había defendido la germanidad de ciertos territorios, ahora tocaba el turno a soviéticos, polacos, etcétera. Breslau fue repoblada con polacos, y vio reconstruida su historia por los llamados "ingenieros de la memoria cultural": se redujo su compleja historia presentando como línea única el pasado polaco: se cambió el nombre de las calles e incluso se llevó a cabo la reconstrucción de los edificios de tradición polaca, alterando el tejido urbano. En el caso de Görlitz, ciudad escindida por la línea fronteriza del Oder-Neisse, Uno de los primeros objetivos de la RFA fue la recuperación del patrimonio arquitectónico, descuidado por las autoridades comunistas.

Estos países aportan una herencia singular, fruto del sufrimiento y la opresión. Las condiciones históricas del dominio soviético los convirtieron en reductos heroicos de valores que Occidente desestimaba en su comodidad: la fe, la libertad, el coraje, la fortaleza. De ello dan fe las obras de Solzhenitsin, pero también las de Milan Kundera, que conviene desempolvar para conocimiento de las generaciones más jóvenes, sin experiencia vital de aquella época. En efecto, estos países corren el riesgo (como advirtió en su día Juan Pablo II) de embriagarse del consumismo occidental y deshacerse rápidamente de los valores que les ayudaron a sobrevivir. Reacción lógica e inevitable, los países occidentales han de mostrarse receptivos y acogedores, y ayudarles a revalorizar la parte positiva de ese pasado, aunque por el momento parece prevalecer el temor a una avalancha emigratoria ante cualquier otra consideración.

Por otra parte, también Hispanoamérica, el resto de América, Australia o Nueva Zelanda forman parte de esa cultura europea. Quizá sea mejor hablar por ello de cultura occidental, en sentido clásico. Clásico también por sus raíces grecolatinas, a las que hay que superponer las cristianas, sin descartar sus derivaciones en las distintas confesiones, y también, por qué no decirlo, judías. Los judíos han tomado parte importante en la construcción de la cultura occidental, y han participado, en los países occidentales, en los mismos movimientos culturales que los cristianos. Cabría plantearse, desde este punto de vista, cuál ha sido la “cuota de participación” del Islam en la construcción de la cultura occidental. En el momento actual, los defensores del Islam y quienes adoptan posturas conciliadoras sostienen su participación efectiva, mientras los partidarios de delimitar las distintas “civilizaciones” reconducen la influencia islámica a la mera capacidad transmisora (y no creadora) en su momento de mayor esplendor. Fuera como fuere, lo que parece fuera de duda es que ese influjo islámico en occidente llega a desvanecerse en determinado momento histórico, y no perdura hasta la actualidad. Baste considerar que el fenómeno de la emigración primero, y del terrorismo después, ha hecho que se considere cada vez más como un elemento “alógeno”. Pero es que hay más: el Islam no participa en los grandes movimientos culturales de occidente (el Renacimiento, la Ilustración, el modernismo, etc.), y aparece claramente enfrentado a él desde su aparición.

No puede dejar de llamar la atención por ello la convivencia en la actualidad de dos tendencias aparentemente opuestas. Por una lado, el “multiculturalismo” tiende a adoptar, de forma bastante frívola y superficial, todo hay que decirlo, modos y modas de distinta procedencia cultural, sobre la base de un relativismo típicamente posmoderno. Al mismo tiempo, se registra en todo el mundo un alarmante crecimiento del antisemitismo. El fenómeno es tan importante que la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea) celebró en abril del 2004 una Conferencia sobre el antisemitismo en Berlín. Este mismo año han tenido lugar distintas iniciativas destinadas a recordar el holocausto en varios países europeos. En las escuelas italianas, por ejemplo, se celebró una jornada especial destinada a mantener la memoria de uno de los hechos más atroces de la historia de la Humanidad. Curiosamente, el antisemitismo se ha instalado no ya sólo en su “nicho ecológico” habitual, sino también en el de la izquierda, otrora simpatizante con los sentimientos del pueblo judío. No hay que olvidar, sin embargo, el feroz antisemitismo del régimen estalinista, que había decretado, hacia su final, la deportación masiva de la población judía rusa. Cierto que la izquierda occidental siempre usó anteojos para mirar al otro lado del muro, pero su cambio de actitud actual resulta cuando menos llamativo.

El crecimiento del antisemitismo en occidente en el momento actual comporta un doble peligro: en primer lugar, conduce de manera casi automática a la "justificación" del terrorismo islámico. En segundo lugar, los grupos "antiimperialistas”, la izquierda en general, y también las extremas derechas (en países como Holanda y Alemania) recogen el “patrimonio” del clima antisemita de la II Guerra Mundial. A este propósito llama la atención la creciente utilización del calificativo “nazi” para referirse a los judíos y, más concretamente, al Estado de Israel, en lo que bien puede llamarse una “inversión del Holocausto”. Pocos sabrán que el origen de esta perversa inversión comenzó en 1953, como efecto de la propaganda soviética, que llegó a movilizar a los intelectuales comunistas franceses para que apoyaran la tesis oficial de la participación de médicos judíos en el asesinato de líderes soviéticos. Si a esto unimos el fracaso del gobierno israelí en la batalla por las “corazones y las mentes” europeas, no es de extrañar la actual esquizofrenia occidental sobre la cuestión. Esquizofrenia, porque si por una parte se premian constantemente películas sobre el Holocausto (cuanto más sentimentales, mejor), por otra se denuncia a los antiguos héroes del Éxodo y a los descendientes de las víctimas como “genocidas”.

No faltan, frente a estos síntomas alarmantes, ejemplos de "reacción" sana, tanto entre los judíos, como entre los cristianos, que mencionaremos más adelante. Notemos solamente cómo, si este antisemitismo occidental tiene raíces eminentemente laicas, es lógico suponer que las únicas armas para combatirlo pasen por la recuperación espiritual

3.- Retos actuales

3.1. Un verdadero fin de siglo

Tras el 11-S y el 11-M, la "posmodernidad" debería parecer superada. Este nuevo fin y comienzo de siglo presenta rasgos comunes con el anterior. Como a finales del XIX, predomina la desorientación: hay una quiebra de la filosofía, marcada por el relativismo. Al igual que entonces, impera como actitud vital el escapismo, que en el fondo oculta un anhelo y una búsqueda espiritual que se concreta en soluciones individuales o superficiales (desde las religiones orientales hasta la New Age, pasando por los métodos de autoayuda). Este estado de ánimo no es nuevo. El filósofo Berdiaev lo definía así:

El individualismo, la atomización de la sociedad, la concupiscencia desordenada del mundo, el crecimiento indefinido de la población y la plétora ilimitada de las necesidades, el decaimiento de la fe, la debilitación de la vida espiritual, son otras tantas causas que han contribuido a edificar el sistema industrial y capitalista, el cual ha cambiado la faz de la vida humana, todo su estilo, separando la vida humana del ritmo de la naturaleza. La máquina, la potencia que lleva consigo, esa precipitación del movimiento que ha engendrado, han creado mitos y fantasmas, han dirigido la vida del hombre hacia ficciones que, no obstante, dan la ilusión de ser la más real de las realidades”.

Pensemos que el gran filósofo ruso dice esto antes de la aparición de la realidad virtual, a comienzos de los años treinta, justo cuando el entusiasmo inicial por la máquina y la deshumanización del arte y de la vida está cediendo paso a una rehumanización que se hará patente en el terreno de la filosofía, la religión y la política.

Otra paradoja de la era de las comunicaciones que nos ha tocado vivir es la incomunicación y la soledad. El fenómeno tampoco es nuevo, como demuestran los siguientes versos de Manuel Altolaguirre del año 1933, precisamente el de la rehumanización:

Triste edad que se acerca sin sacrificios mutuos,
sin opresiones,
sin anhelos.
Edad de libertades,
edad de islas todopoderosas, sin relaciones,
sin contactos,
sin amor ni amistad, sin sufrimiento.
Paraíso de las soledades.

Todos estos rasgos, aplicados al final/principio de siglo actual, son los que permiten a Lipovetsky hablar de la “era del vacío”, en uno de los ensayos claves sobre la posmodernidad. Habría que añadir a las consideraciones del filósofo francés que el “vacío” cultural se aprecia también en los territorios del antiguo bloque soviético, después del derrumbe del comunismo y sus certezas.

3.2.La despersonalización

El 11-S, el 11-M y, por qué no decirlo, en España, también el 14-M, ponen de relieve o sirven como hitos de una crisis ya existente con anterioridad. Desde este punto de vista, el terrorismo islámico no es el único peligro: más bien es peligroso porque viene a ocupar un hueco o “nicho ecológico”.

Terrorismo y fundamentalismo son posibles porque anulan la individualidad y la personalidad. Hanna Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, señaló en su día cómo la despersonalización es típica de los totalitarismos. El monopolio del poder de los regímenes totalitarios (y del comportamiento de los terroristas, añado yo),

“puede ser conseguido y salvaguardado solamente en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin la menor traza de espontaneidad. Precisamente en razón de la gran magnitud de los recursos de que dispone el ser humano, éste puede ser dominado completamente sólo cuando se haya convertido en una espécimen de la especie animal hombre”.

Notemos de paso cómo este proceso de conversión de la persona en un individuo anónimo de una especie animal elimina todos los problemas que puedan suponer la manipulación de embriones y células madre y, por supuesto, el aborto y la eutanasia.

Se pueden aplicar al terrorismo las mismas observaciones que Hanna Arendt realizó a propósito del totalitarismo y de sus crímenes. La “objetivación” o “cosificación” se produce tanto en las víctimas como en los verdugos: estos se muestran acríticos con sus acciones, que justifican con frases hechas. Los vídeos que graban los terroristas antes de hacerse volar por los aires muestran una “mecanización” similar a la que se pudo observar en el caso Eichmann. Por otra parte, Hanna Arendt apuntaba a la “banalidad del mal”. Los verdugos (en este caso, los terroristas) se muestran como “buenos chicos” en la vida privada, que se limitan a cumplir con su deber o con las consignas y basta. Esto es posible porque existe un medio histórico o una colectividad social que los ampara. Dentro de esas colectividades, ese tipo de acciones y comportamientos son aceptados y considerados normales.

Por todo ello, frente a un humanismo clásico “abstracto”, resulta patente la necesidad actual de definir al hombre en términos de realidad humana, integrándolo en su mundo (que forma los fundamentos morales del sujeto). Evitando todo determinismo, y ante la crisis filosófica actual, podría ser adecuado recuperar el existencialismo y el personalismo. Habría que repensar a Ortega, con su “yo” en su “circunstancia”, guiado por una “razón vital”, y habría que repensar a Sastre. Son necesarias respuestas “aquí y ahora”, pero lo suficientemente dúctiles para entroncar con una trascendencia que dé sentido a todo, y superar el individualismo estéril y vertebrar una sociedad realmente humana. En los años treinta, Berdaiev señalaba precisamente el auge de la “filosofía de la vida” sobre la filosofía racionalista y la gnoseología.

Pero toda nueva propuesta debe partir de un reconocimiento y un examen de conciencia. Ante el 11-S, el 11-M (e, insisto, el 14-M) no basta entonar un lastimero “¿qué he hecho yo para merecer esto?”, y reaccionar con complejo de inferioridad ante la fuerza dándole además la “razón”. Si esto es posible, es porque se ha producido un vacío, una especie de “agujero negro” de la identidad, que produce un perverso secuestro de la voluntad y la inteligencia. ¿Cómo se ha llegado a ello?

Conviene señalar, para empezar, que el mismo término de “examen de conciencia” señala ya una diferencia con un Islam “fosilizado” y muerto intelectualmente, y define la capacidad de evolución y crítica positiva del pensamiento occidental. Frente al formalismo y al formulismo, frente al irracionalismo, parece poco afortunado, a mi entender, escudarse en trasnochadas condenas de un racionalismo que, bien entendido, y de la mano de la libertad y dignidad esencial del ser humano conquistada por Cristo, constituyen la médula de la civilización occidental. Poco afortunado, cuando no suicida.

En efecto, el vacío actual hace que el “examen de conciencia” suela entenderse como sentimiento de culpabilidad, llevando a la justificación del terrorismo, ya sea local (de matiz nacionalista) o global (el llamado islámico). Pero el examen de conciencia debe prestar atención a los comportamientos propios, antes de aprestarse a justificar los ajenos. Y uno de los primeros comportamientos propios que se aprecian es la extensión de la “cultura de la protesta”. Cada día se observa, en distintos ámbitos de la vida social y política, la tendencia a ejercer el “derecho al pataleo”, sin ninguna contrapartida de responsabilidad. Así, Almodóvar se permitió lanzar todo tipo de acusaciones al gobierno, pero el mismo día fue sancionado por no presidir una mesa electoral, sin ninguna justificación.

El origen de esta actitud hay que buscarlo en “la mala educación” o, mejor dicho, en los “malos maestros”, que desde los años 60 han dejado a la juventud a merced de los eslóganes y la violencia ideológica, sin asumir su responsabilidad frente a la complejidad de los hechos. Esos “malos maestros” están impregnados de un “marxismo de oídas” que relaciona terrorismo con injusticia. Actitud compartida por sectores católicos, que lanzan los mismos eslóganes antiamericanos que la extrema izquierda . Unos y otros pintan un mundo destrozado no por el terrorismo totalitario, sino por la administración americana, y, como ha hecho Gianni Vattimo, llegan a preferir poner en primera página fotos de los abusos de Abu Ghraib, en lugar de la decapitación de los rehenes, porque en este último caso se trata simplemente de “la ejecución de una sentencia”.

Ese antiimperialismo de que hacen gala los acomplejados sostenedores occidentales del terrorismo tiene unas raíces bien definidas: se trata de un término acuñado nada menos que por el Komintern allá por su VII Congreso, formando parte de un trinomio: “contra la guerra imperialista, por la paz, a favor de la Unión Soviética”. La expresión pasó a través de los movimientos de izquierda y sirvió para atraer a los ingenuos al perder el último término. Eso explica que se transforme sin más en antiamericanismo como arma arrojadiza del imperialismo soviético en plena guerra fría. Nada más lejos, como se ve, del verdadero pacifismo. Entonces, como ahora, el antiamericanismo es una reacción suicida de Occidente (cabría decir más exactamente de Europa, si no fuera porque el sentimiento está presente en los propios Estados Unidos). Es una especie de alteración del “sistema inmunológico”, que hace que el organismo genere anticuerpos contra sí mismo. El examen de conciencia tiene por objeto detectar ese fallo del sistema, que resulta ser, en palabras de Jonathan Rosemblum, un verdadero “agujero negro de la identidad”.

3.3.Globalización

La tan traída y llevada globalización tampoco es un fenómeno estrictamente nuevo. El ya mencionado Berdiaev advertía, tras la I Guerra Mundial:

“Entramos en una época que, desde muchos puntos de vista, nos recuerda los tiempos del universalismo helénico. Si nunca se vieron semejantes escisiones, y por consiguiente semejantes enemistades, tampoco nunca, en toda la historia moderna, se han visto semejantes aproximaciones y semejantes tentativas de aproximación mundial (…) todos dependerán de todos (…). Jamás existió semejante contacto entre el mundo occidental y el mundo oriental, que durante tanto tiempo vivieron separados. La civilización deja de ser europea, volviéndose mundial. Europa se verá en la necesidad de renunciar al monopolio de la cultura (…)

El triunfo del capitalismo ha creado un sistema económico mundial colocando la vida económica de cada país bajo la dependencia de la situación económica del mundo entero (…)”.

Para Berdiaev, esto tenía también su aplicación en el ámbito de la cultura: frente al internacionalismo socialista, los cristianos debían aspirar a una “cultura espiritual más universal, que alborea en nuestra época en las regiones superiores del espíritu humano”, igual que sucedió en la Edad Media. Y añade:

“Esto no quiere decir que la nueva Edad Media haya de ser exclusivamente pacífica y no tenga que conocer guerras. Tal vez sea inminente una lucha gigantesca, y hay que preverla. Pero las guerras ya, más bien que nacionales y políticas, van a ser religiosas y espirituales”.

4.- Tendencias interpretativas

Curiosamente, los textos citados de Berdiaev y Altolaguirre datan de los años 30, la etapa de los totalitarismos. Hoy en día, las distintas interpretaciones sobre el terror dan vueltas a esta idea: se trata de un nuevo totalitarismo, o bien (o al mismo tiempo), de un choque de civilizaciones. Una cosa está clara: tanto los totalitarismos del siglo XX como el nuevo “totalitarismo terrorista” del siglo XXI constituyen una negación de la cultura de la vida, observable tanto dentro de la propia cultura europea como fuera de ella. En este sentido, puede hablarse de un verdadero choque cultural.

Examinemos ahora cuáles son las tendencias observables en la interpretación de los hechos.

4.1. La línea dura o fuerte

a) Samuel P. Huntington y el “choque de civilizaciones”

Según este analista, los conflictos del presente y del futuro no se producirán entre “ricos” y “pobres” (que, además, no contarían con medios suficientes, sólo con la estrategia del terror), sino entre modelos culturales o civilizaciones. La teoría de Huntington ha sido con frecuencia banalizada, porque se trata de algo más complejo que el enfrentamiento entre “ellos” y “nosotros”. El mismo autor apunta que, mientras el mundo occidental se presenta homogéneo, no ocurre así con los otros bloques, en los que se aprecia gran heterogeneidad.

El riesgo de esta teoría reside en la excesiva simplificación, que puede llevar a la demonización y, sobre todo, a la radicalización. De ello, naturalmente, no tiene la culpa Huntington, como tampoco la tiene Oriana Fallaci, quien con su lenguaje valiente y atrevido se ha atraído las iras de todo el stablishment políticamente correcto. La periodista italiana parte además de una experiencia desconocida para Huntington y para los norteamericanos en general: la presencia efectiva de grandes minorías islámicas en suelo europeo. No se olvide que en Francia viven unos 10 millones de musulmanes, el equivalente de la población entera de un país como Letonia.

Exageraciones aparte, dos cosas son ciertas: la pasividad del mundo occidental ante esta presencia, y el modus operandi de estas minorías. Ni que decir tiene que la primera favorece la segunda. De ahí el verdadero examen de conciencia que, en nuestra opinión, deben hacer los gobiernos que, poniendo trabas a la educación cristiana en la escuela, anuncian medidas para implantar la enseñanza del Islam, o que “piden perdón” por la prohibición del velo desterrando el crucifijo de las aulas. Pero también se trata de la pasividad de la Iglesia, como no vacila en denunciar la misma Fallaci. En España son demasiado recientes los casos de la catedral de Córdoba y de Santiago Matamoros como para no entender que una postura clara y segura, sin complejos, es lo único que puede evitar ese tipo de propuestas. Una institución que demuestra su fuerza y su vitalidad jamás será sospechosa de debilidad, y no dará lugar a ciertos “malentendidos” que a estas alturas todos entendemos demasiado bien.

Para terminar con esta pasividad, es necesario que todos tomen conciencia de que se trata de una amenaza real, no de una simple cuestión de corrección política. El analista Magdi Allam describe así, en su recientísimo Kamikaze made in Europe, el modus operandi de los grupos islamistas en occidente. En primer lugar, tratan de afirmar el poder religioso, político y cultural dentro de las comunidades musulmanas (integradas mayoritariamente por gente moderada). En segundo lugar, tratan de monopolizar la representación de estos musulmanes. A continuación, tratan de imponer su poder en el país occidental de acogida. Para ello, en función de las circunstancias, se sirven de distintos medios: desde la flexibilidad y el diálogo hasta las amenazas y la violencia.

b)      Paul Berman y el totalitarismo islámico

Paul Berman, liberal americano de izquierdas, no sufre los mismos titubeos que la mayoría de sus correligionarios europeos, al calificar al fundamentalismo islámico como el totalitarismo del siglo XXI. A diferencia de Huntington, que escribe su libro en 1996, encerrado en su despacho del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, Berman escribe, según confesión propia, bajo el shock del 11-S. Para él no se trata de lucha entre civilizaciones o, a su modo de ver, religiones, sino de la lucha entre un totalitarismo nihilista y la libertad. La interpretación de Berman permite “clasificar” mejor el régimen de Saddam Hussein, y “salvar” a los musulmanes moderados. Para Berman, el totalitarismo ataca al liberalismo como filosofía y práctica de la libertad, que se traduce en la libertad del pensamiento y en la separación Iglesia - Estado. Pero Berman supera esta interpretación típica del liberalismo fundacional americano, al resaltar como característica de esta nueva especie de totalitarismo su carácter nihilista, evidente en el culto del suicidio y, en una palabra, en el culto de la muerte. Para vencerlo no bastan medios militares ni de inteligencia, sino que es necesaria, señala Berman, una ofensiva cultural. Para este autor, los movimientos totalitarios nacen de la ceguera del liberalismo, que permitió su desarrollo tanto en el siglo XX como en el momento actual. Señala a este respecto la general falta de curiosidad y creatividad de occidente en sus relaciones con el mundo árabe.

El italiano Christian Rocca señala cómo el presidente Bush (considerado de “derechas”, al contrario que Berman) comparte esa idea de un “archipiélago fundamentalista para-nazi que dice amar la muerte como nosotros la vida”. Mientras los “zapateros” (tal cual en la prensa italiana) echan la culpa de todo a Bush, y creen que su retirada supondría el fin del terrorismo, Rocca recuerda las palabras del presidente americano:

“sí, amamos la vida y creemos en los valores que sostienen la dignidad de la vida: la tolerancia, la libertad y la libertad de conciencia (…) No hay vía intermedia entre la civilización y el terrorismo, entre el mal y el bien, la libertad y la esclavitud, entre la vida y la muerte”.

La vida, nótese, no meramente vegetativa, sino la vida digna de ser vivida, con un contenido espiritual y moral.

Hasta ahora, los autores americanos analizados, tanto de “derecha” como de “izquierda”, destacan la dimensión cultural y moral del choque. Si tenemos en cuenta que los valores de libertad y democracia que defienden tienen raíces judeo-cristianas, y que su fundamento es la creencia en la dignidad de la vida, ¿es justificable tanto “antiamericanismo”?

Convendría, por otra parte, matizar el alineamiento de las confesiones y civilizaciones en el esquema bipartito entre cultura de la vida y cultura de la muerte. En primer lugar, se supone, en teoría, la existencia de una mayoría “pacífica” de fieles en el Islam. Incluso existen imanes “liberales”, aunque en países como Italia, lo cual significa que en el fondo son más “occidentales” que otra cosa, por lo que son regularmente expulsados. En segundo lugar, como ya se ha dicho, la cultura de la muerte está extendida en el mismo occidente: el aborto, los experimentos con células madres embrionarias, la eutanasia, la droga o el suicidio son manifestaciones demasiado evidentes. En tercer lugar, Berman señala la paradoja de que las ideas totalitarias y nihilistas procedan de occidente, y Magdi Allam descubre en occidente la base del reclutamiento de los nuevos terroristas (sabido es que el barrio donde se alza la mezquita de Londres es conocido como “Londonistán”).

4.2. La línea blanda o débil

Casi como para certificar que, efectivamente, los americanos son de Marte y los europeos son de Venus, también en el terreno del pensamiento, el 11-S ha provocado en Europa una reformulación de la posmodernidad. Usando la terminología acuñada por Derrida, se trata desmontar o “de-construir”, vaciándole de contenido, al enemigo. En su libro La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Giovanna Borradori pone de relieve el esfuerzo de los dos filósofos por dar una respuesta filosófica al terror. Para ella, el terrorismo es un ataque a la modernidad y la secularización (conceptos clásicos de la Ilustración, aunque olvida, como siempre, la existencia de una Ilustración cristiana). En mi opinión, se trata de un ataque más amplio, ya que los propios terroristas hablan de “cruzados” y de judíos. En otras palabras: el enfoque laico-posmoderno intenta dejar de lado el factor religioso.

Para Derrida, las distinciones entre terroristas “buenos” y “malos” (tan habituales, añado, entre la progresía políticamente correcta) resultan problemáticas. Lo mejor es negarles los predicados.

Habermas propone otra estrategia a primera vista tan sofística como “avestrucesca”: no declarar la guerra al terror, puesto que ello equivale a justificarlo. Seguramente consciente de que esto no basta para que el terrorismo desparezca como por ensalmo, Habermas sugiere lo que para él fue la salvaguarda a los peligros del nacionalismo alemán: el “patriotismo constitucional” o, lo que es lo mismo, la propuesta de una nación basada en la libre adhesión a la ley. De manera análoga, en caso de terrorismo habría que pasar del Derecho Internacional clásico a un nuevo orden cosmopolita, que, con unas nuevas instituciones, supusieran el fundamento del orden. Pero ¿es la adhesión a una constitución vínculo y salvaguardia suficiente? ¿dónde queda la cultura? La propuesta de Habermas tiene algo positivo. Teniendo sin duda en cuenta su experiencia vital y el borrascoso pasado alemán, sostiene que la conciencia nacional debe seleccionar las mejores tradiciones de la Historia. Al proponer por tanto una adopción crítica de la Historia, Habermas está realizando un ejercicio cultural.

La experiencia de Jacques Derrida como niño judío de cultura francesa en Argelia le conduce a una reflexión sobre el lenguaje y sus mil significados ocultos. Para él, es necesario de-construir para ver lo que hay debajo. En sí, esto encierra a mi modo de ver una posibilidad positiva, ya que se trata también de indagar en las raíces culturales, y no meramente de atomizar y relativizar todo, como viene siendo habitual en el posmodernismo.

En cualquier caso, tanto Derrida como Habermas cierran sus reflexiones insistiendo en el valor universal de las instituciones republicanas cuyo origen está en la Ilustración, y en su fe en la participación democrática, que funcionan, según Derrida (característicamente) si no se consideran como absolutos. En otras palabras: estos autores quieren hacer compatible su fe casi jacobina con el pensamiento débil. Y, al fin y al cabo, ¿por qué poner en práctica unos principios en los que no se cree demasiado, o a los que, a diferencia de los pluscuamdemócratas autores americanos, no se les da un fundamento? Evidentemente, hace falta algo más.

5. Necesidades

En primer lugar, y como ha dicho en reiteradas ocasiones Juan Pablo I, es necesario promover una “cultura de la vida” frente a la “cultura de la muerte”. Esta visión la comparten, como se ha visto, distintos sectores: desde los políticos y filósofos americanos, hasta los analistas más informados y clarividentes. También es una idea que va tomando cada vez más cuerpo en las “zonas calientes” (si es que el mundo entero no puede ser ya considerado como tal) Valgan como ejemplo las reflexiones sobre el empleo de niños y adolescentes como bombas humanas por Hamás, relacionándolo con los sacrificios de niños que tenían lugar en el antiguo valle de Hinnom o Gehenna, o las denuncias del escritor saudita Raid Qusti y del profesor Hamza Hablan-al-Mozainy sobre “la cultura de la muerte” que se imparte en las escuelas de aquel país. Pero la extensión de una nueva cultura de la vida, si quiere gozar de una mínima credibilidad, no puede limitarse, como se ha visto, al “otro”.

¿En qué bases puede basarse la difusión de esa cultura? O, dicho de otra forma, ¿cuál puede ser el fundamento común en las distintas visiones del mundo? ¿Y si la solución estuviese en la religión? Esta es la atrevida propuesta que lanzan, al unísono, Raffaello Vignali, presidente de la Compagnia delle Opere, y Claudio Morpurgo, vicepresidente de la Unión de Comunidades Hebreas Italianas. De la cooperación de católicos y hebreos han surgido, en efecto, algunas de las propuestas más sugestivas. Para estos dos autores, la falta de ideas-fuerza viene a representar la muerte de la política. No sólo el terrorismo, sino los distintos conflictos políticos, sociales y económicos que sacuden al mundo tienen para ellos la misma raíz: los intereses particulares (aunque se llamen “derechos”) prevalecen sobre el bien común. Para Vignali y Morpurgo, vivimos en un mundo caracterizado por la falta de confianza y solidaridad, donde el bien común no es tenido en cuenta. Además detectan un “déficit de representación”, de manera que los modos tradicionales de tutela de los intereses colectivos son “puenteados”. En tercer lugar, detectan un “déficit de identidad”. Mientras es más evidente que nunca el contraste entre culturas, religiones y experiencias distintas, los políticos y el mundo de la cultura (lo veíamos a propósito de los “posmodernos”) evitan emprender un diálogo basado en esas diferencias que, al contrario, intentan banalizar y esconder. Al contrario, para estos autores, es necesario reconocer este hecho, y dar un salto de calidad hacia un modelo de sociedad basado en la pertenencia, en la propia identidad, que surja desde abajo. Una sociedad de las comunidades que sea capaz de hacer dialogar a las células religiosas, económicas, políticas, con las que el individuo se siente realmente identificado.

Vignali y Morpurgo no proponen una solución abstracta cuando hablan de la religión como primer territorio de encuentro, ya que la relación con Dios determina el reconocimiento de valores comunes. Estos valores, en su caso concreto, son: el compromiso con los mandamientos, la justicia y la misericordia, la sacralidad de la vida, la participación de Dios en la Historia y la convicción de que, sin lo sagrado, el bien está destinado a sucumbir. Sólo sobre esas bases es posible construir una verdadera “multiculturalidad”.

El empeño de católicos y hebreos italianos es ejemplar, y se ha traducido ya en numerosas iniciativas. Ni que decir tiene que han ampliado su radio de acción a los musulmanes italianos. Por primera vez, al centenario de la sinagoga de Roma asistieron el cardenal Kasper y el cardenal Ruini, junto con tres exponentes de las comunidades islámicas. Los tres, es cierto, italianos convertidos al Islam (mientras que el 97% de los musulmanes en Italia son inmigrantes). Pero es un paso importante que no hay que echar en saco roto, y más si lo comparamos con las actitudes de los musulmanes en otros países europeos.

Para que el diálogo entre culturas resulte fructífero, por tanto, hay que partir de una re-espiritualizacion de la vida, de la sociedad. No parece suficiente una religión light o a la carta, precisamente por lo que tienen de trivial, de particular y subjetivo, más que de personal. Mal puede servir para tender puentes algo que se basa en el espléndido aislamiento y la promesa de paraísos de una plaza. Ahora bien: la existencia misma de estas formas de religión debe alertar sobre un fenómeno digno de tenerse en cuenta. Si esos sucedáneos prosperan, es porque, en palabras del filósofo francés André Gluckmann, se ha producido la “tercera muerte de Dios”. Las matanzas de inocentes (se refiere en concreto a las de Ruanda, pues el libro está escrito antes del 11-S), parecen quitar pausibilidad a un Dios garante del orden y de los valores morales, tal como lo definía las religiones antiguas. Además, en su opinión, la incredulidad procede de la constatación de la incapacidad de las autoridades morales para preservar esos valores. Al reconocer el “extremismo de la rabia contemporánea” (podríamos decir, la infinitud del mal), “las autoridades espirituales firman su certificado de muerte”.

Pero es que hay más. La aparente recuperación del sentimiento religioso y la asistencia masiva a las grandes ocasiones rituales no debe servir para ocultar esa “muerte de Dios”, dice Claudio Magris, que se percibe en las iglesias cada vez más vacías, en la disminución de la práctica sacramental y, sobre todo, en la pérdida de los conocimientos básicos sobre la religión entre la juventud. “Se trata de una grave mutilación para todos, creyentes y no creyentes, porque esa cultura cristiana es una de las sintaxis dramáticas que permiten leer, ordenar y representar el mundo, decir su sentido y sus valores, orientarse en el feroz e insidioso laberinto de la vida”. La pérdida de esa cultura no se puede subsanar con imágenes de mal gusto y reliquias milagrosas, incluso con películas más o menos “almibaradas”, por muy espectaculares que sean. Magris pone el dedo en la llaga al hacer una observación atrevida por lo poco frecuente, desde los ya lejanos tiempos de la polémica entre la fe y la ciencia: “tanto la religión como la ciencia sufren la agresión de la indecente y hortera orgía irracional, con toda su parafernalia de horóscopos, parapsicología, astrología, ocultismo, espiritismo y otras supercherías”. Es decir, sitúa en la misma situación de crisis a la religión y a la ciencia, señalando como enemigo de ambas la irracionalidad. En el fondo, se trata de la eterna lucha entre el caos y el logos.

Pero es que hay otro factor que contribuye no poco a esa tercera muerte de Dios y, al mismo tiempo, al empobrecimiento cultural. Un repaso a las revistas católicas progresistas (digamos, esta vez, estadounidenses, pero podríamos decir también españolas) pone de relieve que la preocupación prioritaria no es la espiritual, sino la “política”: mientras el barco se va a pique, parece que las únicas cuestiones importantes son la democratización de la Iglesia, el replanteamiento de la jerarquía o la ordenación de la mujer.

Todo ello se traduce, en mi opinión, en la pérdida de liderazgo y de capacidad de atracción. Se olvidan cuáles son los elementos portantes de la religión y de la cultura: los valores espirituales. Y volvemos a la propuesta de Morpurgo y Vignali.

Es necesaria una interiorización de la cultura y de la religión, porque además, en el fondo, es lo único que puede aportar algo al hombre de hoy, y, aunque pueda parecer paradójico, servirle de guía en la vida “real”. A los jóvenes de hoy –no hay más que escucharles, sin despreciar sus respuestas- la práctica religiosa tradicional “no les aporta nada”. ¿Qué es lo que necesitan? ¿Qué es lo que se supone que debe aportar? No, evidentemente, cuestiones “políticas” de sacristía, ya caducas, sino calor y sinceridad. Se trata de volver a dar contenido a ritos y símbolos que se han quedado (o han sido) “vaciados”. Los jóvenes no entienden los ángeles orantes que montan guardia en la Basílica de la Santa Cruz. Hay que explicarles que la forma corresponde a un fondo, que el rito es expresión de lo sacro. Hay que recordar que el ritual es escenificación, y aprovechar la importancia de la estética y de lo sensorial en el mundo actual, así como “devolver” la clave a muchas de esas producciones culturales que, al estilo de “El Señor de los Anillos”, atraen misteriosamente a las masas, que quizá intuyen lo que ya no saben. O replantear con una estética del tiempo, pero no hueca y de calidad, los temas de siempre. “Funcionan” las procesiones de Semana Santa, porque no han perdido su sentido ritual, y “funciona” la Pasión de Mel Gibson, como espectáculo, más allá de polémicas y de otras consideraciones.

A este propósito, me pregunto si la causa de este decaimiento de la religión no se deberá en buena medida a la decadencia del rito y del arte sacro. Todo verdadero arte, en cuanto manifestación de la belleza y el misterio, es expresión de lo sacro. Durante siglos, las iglesias se llenaron de obras de arte que eran en sí mismas un medio de transmisión de lo trascendente. Es claro que al vaciarse o, aún peor, llenarse de formas que nada tienen de artísticas (pensemos simplemente en la música), dejen de transmitir esa impresión. Es significativo que mientras los domingos por la mañana las iglesias se vacían (o, como mucho, se llenan de cabezas blancas y grises), los museos y salas de exposiciones estén abarrotados de gente que muchas veces acude a admirar las obras de arte que antes estaban en las iglesias, o las que simplemente transmiten una sensación de plenitud en su belleza.

Un ejemplo de “interiorización” de la religión lo ofrece Samuel S. Agnon, Nóbel de Literatura, judío de la Galitzia, quien, frente a la habitual interpretación meramente formalista de la Torah, sostenía que es la herencia que ha dado unidad al pueblo judío, proporcionándole cohesión no como simple “nación”, sino como nación de “sacerdotes” y “pueblo santo” con unas aspiraciones espirituales y éticas más allá de la simple conservación. El comentario se relaciona con el creciente interés de muchos judíos no ortodoxos de estudiar y analizar los textos sagrados. Traigo a colación con frecuencia el ejemplo de los judíos porque me parece que su situación presenta muchas semejanzas con la de los cristianos, y las soluciones pueden ser las mismas. Judíos y cristianos, en efecto, sufren el fenómeno de la “comprensión de las minorías por las mayorías”. En su empeño por ser tolerantes y conocer la cultura ajena, corren el riesgo de olvidar la propia. Con motivo de la Pascua, se reavivó en Israel la polémica sobre la inclusión del árabe y la cultura árabe en la escuela, oficialmente laica. Muy bien, pero ¿por qué no volver a estudiar el Talmud, que había sido excluido?.

La necesidad de re-espiritualización conlleva también, en el terreno de la cultura, a una recuperación de la cultura clásica, que sirva de base a una respuesta creativa. La vuelta a la cultura clásica significa recuperar su contenido espiritual y humanista, y sus símbolos. Desde esta perspectiva, incluso el laicismo debería reconocer la importancia de la religión como elemento cultural. Pero no se trata sólo de rescatar y repetir, en una rememoración lastimera y fosilizada del pasado. Se trata de seguir creando, de forma valiente e integradora, tomando lo mejor del pasado y lo mejor de los otros. Es un hecho que vivimos en países con inmigración, y que es necesaria una integración real para evitar la ghetización, que, dicho sea de paso, supone terreno abonado para los fundamentalismos.

Los antiguos imperios ofrecen un buen ejemplo, visto que, además, tampoco están cronológicamente tan lejos e, incluso algunos, como el Austro-Húngaro, vuelven en cierta forma a reconstruirse con la ampliación de la Unión Europea de 2004. Habrá que tener en cuenta, claro está, las diferencias respecto al “mundo de ayer”, fundamentalmente, la presencia de elementos heterogéneos y alógenos. España tiene también su experiencia como imperio, que puede aprovechar al recibir inmigrantes de sus antiguos territorios (igual que el Reino Unido). Sería un verdadero pecado desatender a estas personas, dejándolas a su merced y sin hacerles sentir parte de una historia y una cultura más grande que la suya local de origen.

6. Signos de recuperación y de esperanza

Para finalizar, centraremos nuestra atención en algunos fenómenos que parecen indicar que es posible interpretar de forma nueva, con fidelidad a sus raíces, el espíritu de la cultura europea.

En primer lugar, el deseo de recuperar una cultura basada en valores espirituales puede verse en el mismo reconocimiento de la importancia de la cultura. Manifestaciones como el Forum Barcelona, más allá de sus logros concretos y de su enfoque, son de por sí positivos. Los políticos parecen ir a la zaga, como tantas veces, en ese reconocimiento.

En segundo lugar, puede apreciarse, con todas las salvedades hechas a propósito de la “tercera muerte de Dios”, un resurgimiento religioso, aunque quizá, observo por mi parte, más en otros ámbitos geográficos que en el propiamente europeo. Lo que Huntington llama “la revancha de Dios” es un aumento, en todo el mundo, de la religiosidad “regulada”, frente al relativismo o las religiones “a medida” o light (propias, insisto, de occidente). Huntington advierte de que si la religión tradicional deja de satisfacer las necesidades emocionales y sociales, es reemplazada por otra nueva. Es digno de nota que el fenómeno se está produciendo en Hispanoamérica, donde distintas iglesias protestantes están ganando terreno al antes monolítico catolicismo. Ello se observa en la misma España, donde los inmigrantes de este origen no sólo llenan las iglesias que los católicos españoles dejan vacías, sino que acuden a iglesias “alternativas” como la de los Testigos de Jehová. Esto debería de servir de advertencia a las confesiones “tradicionales” que están en la base de la cultura europea: sin vitalidad y creatividad están destinadas a la extinción (o, lo que es lo mismo, a una existencia mortecina).

Naturalmente, el resurgimiento religioso que observa Huntington conlleva otros riesgos. Los procesos de modernización y la emigración producen una crisis de identidad cultural, y los fundamentalismos pueden ser (están demostrando ser) una “medicina” para el desarraigo. Fuera del ámbito cristiano, estos movimientos no suelen mostrarse como “anti-modernos”, aunque sí anti-occidentales y anti-universalistas. Curiosamente, estos nuevos fanáticos religiosos coinciden en el movimiento anti-globalización con los muy laicos, descreídos y odiados occidentales, que a veces realizan piruetas tan sorprendentes como convertirse al Islam….

Otro signo de recuperación lo da la alta cultura, que debe nutrir e inspirar a la “cultura popular” (y no al revés, como parece ser la norma). Un ejemplo lo constituye el caso, ya analizado, de los filósofos posmodernos, que perciben la necesidad de reaccionar y ofrecer algo “nuevo”. Las artes parecen ir por detrás, y dan, por lo menos a primera vista, una sensación de sequía. Quizá porque lo que se promueva oficialmente sea lo underground, que ha adquirido el marbete oficial de cultura, aunque no lo sea (pues no refleja ese “misterio” al que nos referíamos antes, sino más bien, literalmente, el mundo inferior). El valor que pueda tener este tipo de manifestaciones es mostrar, como un cultivo bacteriológico, los gérmenes que se desarrollan en la sociedad.

La fuerza (sobre todo mediática) de estos “productos” que se despachan como cultura es tal que muchas veces consigue ocultar las obras de verdadera creación. Pero no siempre. Citemos algunos ejemplos escogidos al azar, sin más voluntad que demostrar que es posible seguir haciendo cultura, y que las raíces del viejo árbol no están del todo secas.

Un caso interesante es el auge del cine épico, independientemente de la calidad de sus manifestaciones individuales. Me parece que significa algo, y que no obedece a la mera casualidad. Quizá el ejemplo más conocido de cine épico sea la trilogía de El Señor de los Anillos, cuyo éxito cabe atribuir (aunque no suene políticamente correcto) al conjunto de valores que transmite, basados en distintas tradiciones mitológicas europeas, pero también, indudablemente, en el cristianismo. En la misma onda medievalizante y cristiana (más o menos pasadas por Hollywood, claro) se incluye la película sobre el rey Arturo. Casi desapercibida ha pasado en España una joya del cineasta católico italiano Ermanno Olmi, El oficio de las armas, basada en la vida del condottiero Giovanni delle Bande Nere, en la época del saco de Roma. De una belleza austera y estremecedora, la película simplemente muestra cosas como el valor, el honor, el sentido del deber, la dignidad ante la muerte y la fe. Terreno abonado para la épica es también, por supuesto, la antigüedad. A Gladiador han sucedido otras películas más o menos afortunadas, como Troya. Por su lenguaje visual, podríamos incluir también como película épica la Pasión de Gibson. Desde un punto de vista estrictamente formal, el film comparte con todos los de esta época una retórica espectacular, que podríamos llamar “neobarroca”, apta para emocionar e impresionar al gran público, y que presenta muchos puntos en común con la estética propia del cine de acción (empezando por la violencia). Por supuesto, este lenguaje puede acabar sumergiendo o sofocando el contenido. Claro está que cada época tiene su lenguaje, pero tampoco vendría mal distinguir entre cultura “de masas” y Cultura con la “C” mayúscula, ni intentar que esta última desarrollara nuevos lenguajes y consiguiera permear a su hermana menor.

Algo parecido ocurre con la arquitectura, algo tan aparentemente poco “popular” pero que incide, más que el cine, en nuestra vida diaria y en nuestras relaciones con el entorno. La desastrosa estética de la mayoría de las nuevas parroquias, o los pretenciosos pastiches que se perpetran, parecen certificar la defunción definitiva del arte que sirvió para llenar Europa de catedrales. Se ha dicho a propósito que las nuevas catedrales son los rascacielos, glorificación de la propia arquitectura, del arquitecto, y del poder económico. No es casual que la nueva era haya comenzado con el derribo simbólico de las Torres Gemelas. Pues bien: aunque no sea conocido, aunque tampoco sea frecuente, hay un retorno a la arquitectura religiosa de calidad. Un ejemplo es la nueva catedral de los Ángeles. Otro, el Centro Pastoral Juan XXIII, proyectado por Mario Botta en Seriate (Bérgamo). En ambos edificios se utilizan elementos tradicionales de la arquitectura religiosa, como el revestimiento de oro, la luz cenital o incluso imágenes antiguas (un crucifijo, una Virgen), combinados con otros modernos: forma geométrica en el exterior, paneles de fotografías… Estos arquitectos han comprendido la necesidad de recuperar el espacio sacro: la luz y el espacio deben crear un efecto místico y misterioso, que resista el paso del tiempo. Tras interesantes proyectos en los años 50 y principios de los 60 (en España el representante principal es Fisac), la Iglesia dejó, por falsos pudores e ideas de “pobreza” de construir su espacio sagrado. Ejemplos como los recién mencionados, y una reflexión sobre los efectos que la desaparición de estos espacios pueden tener en la “tercera muerte de Dios”, deberían ser más que suficientes para replantearse esa política.

Terminamos con la poesía, que es la que mueve a los pueblos. Pierre Garnier, poeta de Amiens, ciudad con catedral, nos cuenta en sus poemas el Mundo, simple, puro, completo, como el Ser. Su mirada descubre en las pequeñas cosas, en las pequeñas criaturas, una unidad esencial. Sus imágenes son fuertes, son sencillas, son signos que se repiten en su poesía espacial: el caracol, el sol, la cruz, la línea, la luz (¡la Luz!), el círculo, la estrella. Los insectos escriben minúsculas escrituras que el poeta descifra y recoge en un poema, porque el poeta ve pasar a Dios detrás del seto, cuando va a trabajar. Existen la Vida y la Muerte, y el tiempo entre una y otra –el tiempo que pasa, pero también el tiempo que hace y el que “hace” germinar y madurar las cosas. Pero el hombre moderno se ha quedado sólo con el tiempo que pasa y, haciéndolo, ha elegido la muerte. Todo está muerto en derredor suyo, y la mirada de Dios no está sobre él, porque él no se detiene a mirar a Dios ni al mundo:

Habrá que acordarse de una sola estrella
hay que acordarse de algunos hombres
de algunas mujeres
si no el amor se irá.

Miremos de nuevo el mundo, empezando por una sola estrella, porque, nos recuerda nuestro amigo Pierre, el Ser es simple, y pobre. Y necesita volver a encontrarse con ese hombre vacío de hoy en día.

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Milagrosa Romero Samper.

 

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